CRITICA DE LIBROS. “Mis rincones oscuros”, de James ELLROY
Sinopsis editorial:
En 1958, cuando James Ellroy tenía
diez años, el cuerpo de su madre (Jane)
fue hallado en la cuneta de una carretera, en un pequeño pueblo cerca de Los
Ángeles. Nunca se descubrió al asesino y el caso quedó cerrado. Ellroy alcanzó
el éxito en su faceta de escritor de novelas tan radicales como provocativas,
pero la memoria de la muerte de su madre no dejó de perseguirlo. En esta obra
Ellroy da cuenta de la frustrada investigación policial; de la volátil
trayectoria que tomó su vida a partir de aquel suceso trágico; de la carrera de
un antiguo sheriff de Homicidios del condado de Los Ángeles llamado Bill Stoner; de la investigación que el
autor y el propio Stoner emprendieron para identificar, años después, al
asesino de su madre. Esta autobiografía de James Ellroy es una historia
arrebatadora: sobre la naturaleza del crimen, sobre el mero pestañeo que puede
separar la lujuria del impulso asesino; sobre el viaje atrevido y revelador del
autor a los rincones más oscuros de su memoria.
James Ellroy, de 70 años, conocido ––sobre todo–– por dos de sus novelas: La Dalia negra y L.A. Confidencial. Es un escritor nihilista y subversivo, de humor oscuro, que disfruta describiendo la Norteamérica racista, conservadora y de personajes pesimistas. Declara que ahora ya no escribe novela negra sino “libros políticos”. Ellroy, un autor que sabe escribir bien (con sencillez, sin metáforas ni artilugios literarios). Pero sabe vender y promocionarse mucho mejor aún. Y provocar a los periodistas y a los lectores. Algún crítico lo calificó como el Balzac de la novela negra y al endiosado escritor americano le pareció que se había quedado corto.
“Mis rincones oscuros” es un largo libro, de 490 páginas.
No es novela negra, aunque tiene los ingredientes clásicos: intriga (la identidad del homicida), crimen (el asesinato de la madre del
escritor) y escenario (la ciudad de
Los Ángeles).
El trabajo está ordenado en cuatro partes. La primera, La Pelirroja, comienza con el hallazgo
del cadáver de su madre; es la más prometedora y la más Ellroy. Las otras, El niño de
la foto o Stoner defraudan esas
esperanzas. La última parte, Geneva,
es decisivamente fallida.
El relato es farragoso porque el autor quiere darle rigor y
seriedad a la investigación y, para ello, nos detalla minuciosamente los
nombres de todos los que pasan por el proceso; su raza, gustos, amistades y
costumbres. Un verdadero suplicio. El lector se dice: Bah, olvidemos los nombres y prosigamos… Pero te deja desconcertado
con párrafos como este:
“War Hallinen escribió la información y llamó al sheriff
Walter H. Depew, quien expuso el caso al teniente de guardia Eddy Jhonson y
pidió investigar por (cita los nombres de siete bares de copas de la zona de El
Monte- Rosemar-Temple City). El sargento Jim Burton le informó que había
enviado a Bill Vickers y a Frank Godfrey”…
¿Es necesaria toda esta profusión de nombres y cargos para
narrar un trámite simple en la novela? No estamos ante una tesis doctoral. Al
sufrido lector le trae sin cuidado esta prolija, inútil y redundante labor
policial que se nos podía haber evitado. No obstante, los pertinaces amantes
del género tratamos de consolarnos: Ya
vendrá lo bueno; James Ellroy nunca defrauda.
Hacia la página 100, continúa detallándonos unos casos,
similares al de la víctima Jane Ellroy (mujeres ahogadas,
estranguladas, violadas, con las manos atadas con una media) para terminar
diciéndonos que no tenían relación alguna con la protagonista.
Es sorprendente la pluralidad de divagaciones que emplea:
como, por citar una, preguntarle a una vecina de la rubia asesinada si le había
recomendado a Jane algún lugar de copas y que la vecina responda a la policía
que sí, que le aconsejó este y este y este local, pormenorizando a cuál se
podía ir sola, o si a este otro se había de ir con un tío… Latoso, insufrible.
Inútil.
La investigación sigue su curso con los dos agentes
encargados del caso, sin apenas progresos:
“Hallinen y Lawton
estaban ilocalizables” … y Ellroy aprovecha el momento para seguir dando la
paliza con los nuevos polis asignados a la investigación, su historial
profesional, vicios, fobias, familia (“tenía
una hija en el instituto y otra en primer curso de universidad”) …
El caso Ellroy estaba atascado. No había modo de dar con la
rubia Jane y el hombre moreno.
Un sencillo párrafo, que podía habernos ahorrado unas cien
páginas de pesada lectura. Y también:
todas aquellas pistas
falsas morían en la bandeja del capitán Burton.
O este otro:
Hallinen y Lawton no le dieron ninguna importancia.
Por fin, en el segundo capítulo, el autor emplea la primera
persona para narrar. Es la parte autobiográfica en la que nos cuenta su
iniciación en los relatos de crímenes, enumera las agresiones a su propio
cuerpo y la fascinación por lo escabroso. Como el bestial asesinato de la dalia negra, una belleza que siempre
vestía de negro, a la que su asesino la partió por la mitad para saber qué
distinguía a una mujer de un hombre.
Entre los 16 y los 18 años deambuló bebiendo como una esponja
y metiéndose de todo. Fue detenido numerosas veces y comenzó a ser asiduo en
correccionales y prisiones porque robaba comida y bebida e inhaladores.
Dejó la bebida y los inhaladores; dejó de robar. El miedo
permaneció. Lo mantuvo sobrio.
A los treinta años un
buen día se dijo: ¡Al carajo! Y
abandonó también la mala vida.
La cuarta parte del libro está dedicado al policía Bill
Stoner, que ayudará a James a investigar sobre el asesinato de su madre Jane
Ellroy. Un anuario farragoso de 50 páginas.
Cuando el autor se sincera y nos confiesa cómo usó sin
miramientos el asesinato de su madre para promocionar su novela el lector tiene
que pensar que James Ellroy es un perfecto cabronazo y un redomado oportunista.
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